Como es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo
de rosas a mi tumba. Rosas rojas y blancas, de las que ella cultiva para hacer
altares y coronas. La mañana estuvo entristecida por este invierno taciturno y
sobrecogedor que me ha puesto a recordar la colina donde la gente d
el pueblo
abandona sus muertos. Es un sitio pelado, sin árboles, barrido apenas por las
migajas providenciales que regresan después de que el viento ha pasado. Ahora
que dejó de llover y que el sol de mediodía debe haber endurecido el jabón de
la cuesta, podría llegar hasta el túmulo en cuyo fondo reposa mi cuerpo de
niño, ahora confundido, desmenuzado entre caracoles y raíces.
Ella está prosternada frente a sus santos. Permanece
abstraída desde cuando dejé de moverme en la habitación, después de haber
fracasado en el primer intento de llegar hasta el altar para coger las rosas
más encendidas y frescas. Tal vez hoy hubiera podido hacerlo; pero la lamparita
pestañeó, y ella, recobrada del éxtasis, levantó la cabeza y miró hacia el
rincón donde está la silla. Debió pensar: “Es otra vez el viento”, porque es
verdad que algo crujió junto al altar y la habitación onduló un instante, como
si hubiera sido removido el nivel de los recuerdos estancados en ella desde
hace tanto tiempo. Entonces comprendí que debía aguardar una nueva ocasión para
coger las rosas, porque ella continuaba despierta, mirando la silla, y habría
podido sentir junto a su rostro el rumor de mis manos. Ahora debo esperar a que
ella abandone la habitación, dentro de un momento, y vaya a la pieza vecina a
dormir la siesta medida e invariable del domingo. Es posible que entonces pueda
yo salir con las rosas para estar de regreso antes de que ella vuelva a esta
habitación y se quede mirando la silla.
El domingo pasado fue más difícil. Tuve que esperar casi dos
horas a que ella cayera en el éxtasis.
Parecía intranquila, preocupada,
como si
la hubiera atormentado la certidumbre de que súbitamente
su soledad en la casa se había vuelto menos intensa.
Dio varias vueltas por el cuarto con el ramo de rosas, antes
de abandonarlo en el altar. Luego salió al pasadizo, miró adentro y se dirigió
a la pieza vecina. Yo sabía que estaba buscando la lámpara. Y después cuando
volvió a pasar frente a la puerta y la vi en la claridad del corredor con el
saquito oscuro y las medias rosadas, me pareció que era todavía igual a la niña
que hace cuarenta años se inclinó sobre mi cama, en este mismo cuarto, y dijo:
“Ahora que le han puesto los palillos, tiene los ojos abiertos y duros”. Era
igual, como si no hubiera transcurrido el tiempo desde aquella remota tarde de
agosto en que las mujeres la trajeron al cuarto y le mostraron el cadáver y le
dijeron: “Llora. Era como un hermano tuyo”; y ella se recostó contra la pared,
llorando, obedeciendo, todavía ensopada por la lluvia.
Desde hace tres o cuatro domingos estoy tratando de llegar
hasta las rosas, pero ella ha permanecido vigilante frente al altar; vigilando
las rosas con una sobresaltada dili- gencia que no le había conocido en los
veinte años que lleva de vivir en la casa. El domingo pasado, cuando salió a
buscar la lámpara, logré componer un ramo con las mejores rosas. En ningún momento
he estado más cerca de realizar mi deseo. Pero cuando me disponía a regresar a
la silla oí de nuevo las pisadas en el pasadizo, ordené brevemente las rosas en
el altar; y entonces la vi aparecer en el vano de la puerta con la lámpara en
alto.
Tenía puesto el saquito oscuro y las medías rosadas, pero
había en su rostro algo como la fosforescencia de una revelación. No parecía
entonces la mujer que desde hace veinte años cultiva rosas en el huerto, sino
la misma niña que en aquella tarde de agosto trajeron a la pieza vecina para
que se cambiara de ropa y que regresaba ahora con una lámpara, gorda y
envejecida, cuarenta años después.
Mis zapatos tienen todavía la dura costra de barro que se
les formó aquella tarde, a pesar de que permanecieron secándose durante veinte
años junto al fogón apagado. Un día fui a buscarlos. Esto fue después que
clausuraron las puertas, descolgaron del umbral el pan y el ramo de sábila, y
se llevaron los muebles. Todos los muebles, menos la silla del rincón que me ha
servido para estar durante todo este tiempo. Yo sabía que los za- patos habían
sido puestos a secar y que ni siquiera se acordaron de ellos cuando abandonaron
la casa. Por eso fui a buscarlos.
Ella volvió muchos años después. Había transcurrido tanto
tiempo, que el olor a almizcle del cuarto se había confundido con el olor del
polvo, con el seco y minúsculo tufo de los insectos. Yo estaba solo en la casa,
sentado en el rincón; esperando. Y había aprendido a distinguir el rumor de la
madera en descomposición, el aleteo del aire volviéndose viejo en las alcobas
cerradas. Entonces fue cuando ella vino. Se había parado en la puerta con una
maleta en la mano, un sombrero verde y el mismo saquito de algodón que no se ha
quitado desde entonces. Era todavía una muchacha. No había empezado a engordar
ni los tobillos le abultaban bajo las medias, como ahora. Yo estaba cubierto de
polvo y telaraña cuando ella abrió la puerta y en alguna parte de la habitación
guardó silencio el grillo que había estado cantando durante veinte años. Pero a
pesar de eso, a pesar de la telaraña y el polvo, del brusco arrepentimiento del
grillo y de la nueva edad de la recién llegada, yo reconocí en ella a la niña
que en aquella tor- mentosa tarde de agosto me acompañó a coger nidos en el
establo. Así como estaba, parada en la puerta con la maleta en la mano y el
sombrero verde, parecía como si de pronto fuera a ponerse a gritar, a decir lo
mismo que dijo cuando me encontraron bocarriba entre la hierba del establo
todavía aferrado al travesaño de la escalera rota. Cuando ella abrió la puerta
por completo, los goznes crujieron y el polvillo del techo se derrumbó a
golpes, como si alguien se hubiera puesto a martillar en el caballete; entonces
ella vaciló en el marco de claridad, introduciendo después medio cuerpo en la
habitación, y dijo con la voz de quien está llamando a una persona dormida:
“¡Niño!
¡Niño!” Y yo permanecí quieto en la silla, rígido, con los
pies estirados.
Creía que sólo venía a ver el cuarto pero siguió viviendo en
la casa. Aireó la habitación y fue como si hubiera abierto la maleta y de ella
hubiera salido su antiguo olor a almizcle.
Los otros se llevaron los muebles y la ropa en los baúles.
Ella sólo se había llevado los olores del cuarto, y veinte años después los
trajo de nuevo, los colocó en su lugar y re- construyó el altarcillo; igual que
antes. Su sola presencia bastó para restaurar lo que la implacable laboriosidad
del tiempo había destruido. Desde entonces come y duerme en la pieza de al
lado, pero se pasa los días en ésta, conversando en silencio con los santos.
Durante la tarde se sienta en el mecedor, junto a la puerta, y zurce la ropa
mientras atiende a quienes vienen a comprarle flores. Ella se mece siempre
mientras zurce la ropa. Y cuando viene alguien por un ramo de rosas, guarda la
moneda en la esquina del pañuelo que se anuda a la cintura y dice
invariablemente: “Coge las de la derecha, que las de la izquierda son para los
santos”.
Así ha estado en el mecedor durante veinte años, zurciendo
sus cositas, meciéndose, mirando hacia la silla, como si por ahora no cuidara
del niño que compartió con ella las tardes de la infancia, sino del nieto
inválido que está aquí, sentado en el rincón desde cuando la abuela tenía cinco
años.
Es posible que ahora, cuando vuelva a bajar la cabeza, pueda
acercarme a las rosas. Si logro hacerlo iré hasta la colina, las pondré sobre
el túmulo y regresaré a mi silla, a esperar el día en que ella no vuelva al
cuarto y cesen los ruidos en las piezas de al lado.
Este día habrá una transformación en todo esto, porque yo
tendré que salir otra vez de la casa para avisarle a alguien que la mujer de
las rosas, la que vive sola en la casa arruinada, está necesitando cuatro
hombres que la conduzcan a la colina. Entonces quedaré definitivamente solo en el
cuarto. Pero en cambio ella estará satisfecha. Porque ese día sabrá que no era
el viento invisible lo que todos los domingos llegaba a su altar y le
desordenaba las rosas.
Gabriel García Márquez