Entonces me miró. Yo creía que
me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del
velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y
oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un
cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento,
equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí,
como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante
breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirarnos. Yo mirándola
desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de
pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los
párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de
siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la
mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita
suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes».
La vi caminar hacia el
tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final
de una ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes
ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar
rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y
volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: «Temo que
alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas»; y tendió sobre la
llama la misma mano larga y trémula que había estado calentado antes de
sentarse al espejo. Y dijo: «No sientes el frío». Y yo le dije: «A veces». Y
ella me dijo: «Debes sentirlo ahora». Y entonces comprendí por qué no había
podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi
soledad. «Ahora lo siento ―dije―. Y es raro, porque la noche está quieta. Tal
vez se me ha rodado la sábana». Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse
hacia el espejo y volví a girar sobre el asiento para quedar de espaldas a
ella. Sin verla sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada
frente al espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido tiempo para llegar
hasta el fondo del espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido tiempo para
llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella, que
también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y regresar
―antes que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta― hasta los
labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano
frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa, que era como otro espejo
ciego, donde yo no la veía a ella ―sentada a mis espaldas―, pero imaginándola
dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. «Te veo»,
le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera levantado los ojos y me hubiera
visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia
la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos
quietos en su corpiño, sin hablar. Y yo volví a decirle: «Te veo». Y ella
volvió a levantar los ojos desde su corpiño. «Es imposible», dijo. Yo pregunté
por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: «Porque tienes la
cara vuelta hacia la pared». Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el
cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra
vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos
abiertas alas de gallina, asándose, y con el rostro sombreado por sus propios
dedos. «Creo que me voy a enfriar ―dijo―. Esta debe ser una ciudad helada».
Volvió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente
triste. «Haz algo contra eso», dije. Y ella empezó a desvestirse, pieza por
pieza, empezando por arriba; por el corpiño. Le dije: «Voy a voltearme contra
la pared». Ella dijo: «No. De todos modos me verás, como me viste cuando
estabas de espaldas». Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida
casi por completo, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre. «Siempre
había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros,
como si te hubieran hecho a palos». Y antes que yo cayera en la cuenta de que
mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó
inmóvil, calentándose en la órbita del velador, y dijo: «A veces creo que soy
metálica». Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama
varió levemente. Yo dije: «A veces, en otros sueños, he creído que no eres sino
una estatuilla de bronce en el rincón de algún museo. Tal vez por eso sientes
frío». Y ella dijo: «A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el
cuerpo se me vuelve huevo y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre
me golpea por dentro, es como si alguien me estuviera llamando con los nudillos
en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera
así como tú dices: de metal laminado». Se acercó más al velador. «Me habría gustado
oírte», dije. Y ella dijo: «Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis
costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar.
Siempre he deseado que lo hagas alguna vez». La oí respirar hondo mientras
hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida
estaba dedicada a encontrarme en la realidad, al través de esa frase
identificadora. «Ojos de perro azul». Y en la calle iba diciendo en voz alta,
que era una manera de decirle a la única persona que habría podido entenderla:
«Yo soy la que llega a tus
sueños todas las noches y te dice esto: ojos de perro azul». Y dijo que iba a
los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: «Ojos de
perro azul». Pero los mozos le hacían una respetuosa reverencia, sin que
hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las
servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: «Ojos de perro
azul». Y en los cristales empañados de los hoteles, de las estaciones, de todos
los edificios públicos, escribía con el índice: «Ojos de perro azul». Dijo que
una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su
habitación una noche, después de haber soñado conmigo. «Debe estar cerca»,
pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó
al dependiente y le dijo «Siempre sueño con un hombre que me dice: “Ojos de
perro azul”». Y dijo que el vendedor la había mirado a los ojos y le dijo: «En
realidad, señorita, usted tiene los ojos así». Y ella le dijo: «Necesito
encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo». Y el vendedor se echó a
reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el
embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y
escribió sobre el embaldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín
para labios: «Ojos de perro azul». El vendedor regresó de donde estaba. Le
dijo: «Señorita, usted ha manchado el embaldosado». Le entregó un trapo húmedo,
diciendo: «Límpielo». Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la
tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo: «Ojos de perro azul», hasta
cuando la gentes se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.
Ahora, cuando acabó de
hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. «Yo
trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte ―dije― .
Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo, siempre he olvidado al
despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte». Y ella dijo: «Tú
mismo las inventaste desde el primer día». Y yo le dije: «Las inventé porque te
vi los ojos de ceniza. Pero nunca las recuerdo a la mañana siguiente . Y ella,
con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: «Si por lo menos
pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo».
Sus dientes apretados
relumbraron sobre la llama. «Me gustaría tocarte ahora», dije. Ella levantó el
rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asándose
también como ella, como sus manos: y yo sentí que me vio, en el rincón, donde
seguía sentado, meciéndome en el asiento. «Nunca me habías dicho eso», dijo.
«Ahora lo digo y es verdad», dije. Al otro lado del velador ella pidió un
cigarrillo. La colilla había desaparecido de entre mis dedos. Había olvidado
que estaba fumando. Dijo: «No sé por qué no puedo recordar dónde lo he
escrito». Y yo le dije: «Por lo mismo que yo no podré recordar mañana las
palabras». Y ella dijo, triste: «No. Es que a veces creo que eso también lo he
soñado». Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más
allá, y yo seguía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que
no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios
y se inclinó para alcanzar la llama, antes que yo tuviera tiempo de encender el
fósforo. «En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar
escritas esas palabras: “Ojos de perro azul” dije―. Si mañana las recordara
iría a buscarte». Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida
en los labios. «Ojos de perro azul», suspiró, recordando, con el cigarrillo
caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el
cigarrillo entre los dedos, y exclamó: «Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en
calor». Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera
dicho realmente sino como si lo hubiera acercado el papel a la llama mientras
yo leía: «Estoy entrando ―y ella hubiera seguido con el papelito entre el
pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se iba consumiendo y yo acababa
de leer ― ...en calor», antes que el papelito se consumiera por completo y
cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza.
«Así es mejor ―dije―. A veces me da miedo verte así. Temblando junto al
velador».
Nos veíamos desde hacía
varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera
una cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que
nuestra amistad estaba subordinada a las cosas, a los acontecimientos más
simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una
cucharita en la madrugada.
Ahora, junto al velador,
me estaba mirando. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde
aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y
quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que
le pregunté por primera vez: «¿Quién es usted?». Y ella me dijo: «No lo
recuerdo». Yo le dije: «Pero creo que nos hemos visto antes». Y ella dijo,
indiferente: «Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto». Y yo
le dije: «Eso es. Ya empiezo a recordarlo». Y ella dijo: «Qué curioso. Es
cierto que nos hemos encontrado en otros sueños».
Dio dos chupadas al
cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé
mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya
de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. «Me gustaría
tocarte», volvía a decir. Y ella dijo: «Lo echarías todo a perder ―volvió a
decir, antes que yo pudiera tocarla―. Tal vez, si das la vuelta por detrás del
velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo». Pero
yo insistí: «No importa». Y ella dijo: «Si diéramos vuelta a la almohada,
volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvidado».
Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos
sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a
mis espaldas: «Cuando despierto a medianoche, me quedo dando vueltas en la
cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta
el amanecer: “Ojos de perro azul”».
Entonces yo me quedé con
la cara contra la pared. «Ya está amaneciendo ―dije sin mirarla―. Cuando dieron
las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato». Yo me dirigí hacia la
puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invariable:
«No abras esa puerta ―dijo―. El corredor está lleno de sueños difíciles». Y yo
le dije: «Cómo lo sabes?». Y ella me dijo: «Porque hace un momento estuve allí
y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón». Yo
tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue
me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez.
Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le
dije: «Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo».
Y ella, un poco lejana ya, me dijo: «Conozco esto más que tú. Lo que pasa es
que allá afuera está una mujer soñando con el campo». Se cruzó de brazos sobre
la llama. Siguió hablando: «Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa
en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad». Yo recordaba haber visto la
mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que
dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: «De todos modos, tengo
que salir de aquí para despertar».
Afuera el viento aleteó un
instante, se quedó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que
acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no
hubo más olores. «Mañana te reconoceré por eso ―dije―. Te reconoceré cuando vea
en la calle una mujer que escriba en las paredes: “Ojos de perro azul”». Y
ella, con una sonrisa triste ―que era ya una sonrisa de entrega a lo imposible,
a lo inalcanzable―, dijo: «Sin embargo no recordarás nada durante el día». Y
volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una
niebla amarga: «Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo
que ha soñado».