domingo, 25 de diciembre de 2016

Thinking out loud

When your legs don't work like they used to before, 
(Cuando tus piernas no funcionen como antes,)
And I can't sweep you off of your feet,
(Y no pueda hacer que te enamores perdidamente de mí,)
Will your mouth still remember the taste of my love,
(¿Tu boca seguirá recordando el sabor de mi amor?)
Will your eyes still smile from your cheeks,
(¿Tus ojos seguirán sonriendo desde tus mejillas?)

Darlin' I will Be lovin' you Till we're seventy,
(Cariño, te seguiré amando hasta que tengamos 70 años)
Baby my heart Could still fall as hard At twenty three,
(Y cariño, mi corazón podría enamorarse tan fuerte como a los 23 años)


I'm thinkin' bout how 
(Y estoy pensando en cómo)
People fall in love in mysterious ways,
(las personas se enamoran de maneras misteriosas,) 
Maybe just the touch of a hand,
(tal vez sólo por el roce de una mano)
Well, me I fall in love with you every single day,
(Oh yo, me enamoro de ti todos los días)
And I just wanna tell you I am,
(Y simplemente quiero decirte que estoy enamorado) 

So honey now Take me into your lovin' arms,
(Así que cariño ahora, acógeme entre tus brazos cariñosos)
Kiss me under the light of a thousand stars,
(Bésame bajo la luz de miles de estrellas)
Place your head on my beating heart,
(Coloca tu cabeza sobre mi latente corazón)
I'm thinking out loud,
(Estoy pensando en voz alta)
Maybe we found love right where we are,
(Quizás encontramos el amor justo en donde estamos)

When my hair's all but gone and my memory fades,
(Cuando mi pelo se haya caído y me falle la memoria)
And the crowds don't remember my name,
(y el público no recuerde mi nombre,)
When my hands don't play the strings the same way,
(cuando mis manos no toquen las cuerdas de la misma manera) 
I know you will still love me the same,
(sé que tú me seguirás queriendo de la misma manera)

'Cause honey your soul Can never grow old,
(Porque cariño, tu alma nunca podrá envejecer)
It's evergreen,
(Siempre estará viva) 

And baby your smile's forever in my mind and memory,
(Cariño, tu sonrisa estará por siempre en mi mente y en mi memoria) 
I'm thinkin' bout how 
(Y estoy pensando en cómo)
people fall in love in mysterious ways,
(las personas se enamoran de maneras misteriosas,) 
Maybe it's all part of a plan,
(tal vez todo esto sea parte de un plan,)
I´ll just keep on making the same mistakes,
(Seguiré cometiendo los mismos errores)
Hoping that you'll understand,
(esperando que tú entiendas...)

That baby now Take me into your loving arms,
(Cariño, acógeme ahora entre tus brazos cariñosos)
Kiss me under the light of a thousand stars,
(Bésame bajo la luz de miles de estrellas)
Place your head on my beating heart,
(Coloca tu cabeza sobre mi latente corazón)
Thinking out loud,
(Estoy pensando en voz alta)
Maybe we found love right where we are,
(Quizás encontramos el amor justo en donde estamos)

La, la, la, la, la, la, la, lo-ud

So Baby now Take me into your loving arms,
(Cariño, acógeme ahora entre tus brazos cariñosos)
Kiss me under the light of a thousand stars,
(Bésame bajo la luz de miles de estrellas)
Oh darlin'
(Oh, cariño)
Place your head on my beating heart,
(Coloca tu cabeza sobre mi latente corazón)
I'm thinking out loud,
(Estoy pensando en voz alta)
But maybe we found love right where we are,
(pero quizás encontramos el amor justo en donde estamos)
Oh baby we found love right where we are,
(oh, cariño, encontramos el amor justo en donde estamos)
And we found love right where we are.
(encontramos el amor justo en donde estamos)


Letra de Amy Wadge y Ed Sheeran

viernes, 16 de diciembre de 2016

El poder de las palabras


A veces las palabras no se las lleva el viento, por eso, debemos aprender a ser reyes de nuestro silencio, como alguna vez dijo Shakespeare...

lunes, 12 de diciembre de 2016

Muchacha (Ojos de papel), Almendra

Muchacha, ojos de papel, ¿adónde vas?
quedate hasta el alba.
Muchacha, pequeños pies, no corras más,
quedate hasta el alba.
Sueña un sueño despacito, entre mi manos,
hasta que por la ventana suba el sol.
Muchacha, piel de rayón, no corras más,
tu tiempo es hoy...
Y no hables más, muchacha, corazón de tiza,
cuando todo duerma te robaré un color. (bis)
Muchacha voz de gorrión, ¿adónde vas?
quedate hasta el día.
Muchacha pechos de miel, no corras mas,
quedate hasta el día.
Duerme un poco y yo, entre tanto, construiré
un castillo con tu vientre,
hasta que el sol, muchacha, te haga reír,
hasta llorar, hasta llorar.
Y no hables más, muchacha, corazón de tiza,
cuando todo duerma, te robaré un color. (bis).

lunes, 5 de diciembre de 2016

Extracto del estudio preliminar de Jamie Rest de Tiempos difíciles, de Charles Dickens



“(Thomas Carlyle), en manifiesta oposición a los criterios que ganaban terreno en la sociedad industrial de su tiempo, postuló infatigablemente que la cultura es un conjunto de valores que por sí mismo resulta superior a las aspiraciones ordinarias de progreso social y afirmó con énfasis que un buen sistema de gobierno no es el más representativo cuantitativamente sino aquel que se muestra capaz de elevar la dignidad de cada miembro de la comunidad. Esta es la concepción fundamental que Dickens trató de expresar en Tiempos difíciles. Su oposición consiste en que la cultura y la educación no son ‘bienes utilitarios’ en el sentido práctico y numérico que proponía la economía política de su época sino que deben ser considerados ‘bienes de humanidad’, llamados a sobrepasar toda concepción materialista del hombre, sea del signo que fuere. Dickens desestima por igual lo que él consideraba el ‘mecanismo’ del sistema industrial, los ‘espejismos’ del reformismo parlamentario, las ‘torpezas’ de ciertos procedimientos sindicales. Propugna reemplazar la ecuación abstracta del número por el valor concreto de la persona que cada uno es y que es lo único que deber importar”.

martes, 15 de noviembre de 2016


"Caminaba por un angosto sendero rodeado de árboles sin hojas, mientras los rayos de sol que se colaban entre las ramas de esos hermosos gigantes de madera le calentaban el rostro. Era un paisaje precioso pero ella se sentía desolada y no podía llenar el vacío que sentía dentro de su pecho… le faltaba él…".

                                                         Punto y Aparte Correcciones

lunes, 31 de octubre de 2016

Comunidad, de Franz Kafka (1920)


Somos cinco amigos, hemos salido uno detrás del otro de una casa; el primero salió y se colocó junto a la puerta; luego salió el segundo, o mejor se deslizó tan ligero como una bolita de mercurio, y se situó fuera de la puerta y no muy lejos del primero; luego salió el tercero, el cuarto y, por último, el quinto. Al final formábamos una fila. La gente se fijó en nosotros, nos señalaron y dijeron: «Los cinco acaban de salir de esa casa». Desde aquella vez vivimos juntos. Sería una vida pacífica, si no se injiriera continuamente un sexto. No nos hace nada, pero nos molesta, lo que es suficiente. ¿Por qué quiere meterse donde nadie lo quiere? No lo conocemos y tampoco queremos acogerlo entre nosotros. Si bien es cierto que nosotros cinco tampoco nos conocíamos con anterioridad y, si se quiere, tampoco ahora, lo que es posible y tolerado entre cinco, no es posible ni tolerado en relación con un sexto. Además, somos cinco y no queremos ser seis. Y qué sentido tendría ese continuo estar juntos. Tampoco entre nosotros cinco tiene sentido, pero, bien, ya estamos juntos y así permanecemos, pero no queremos una nueva unión, y precisamente a causa de nuestras experiencias. ¿Cómo se le podría enseñar todo al sexto? Largas explicaciones significarían ya casi un a acogida tácita en el grupo. Así, preferimos no aclarar nada y no le acogemos. Si quiere abrir el pico, lo echarnos a codazos, pero si insistimos en echarlo, regresa.

viernes, 21 de octubre de 2016


Debido al deterioro de su salud, el escritor Gabriel García Márquez anunció su retiro de la vida pública en noviembre de 2013 con una carta donde detalla lo que haría si le "regalaran un trozo de vida" como presagio de su muerte.

“Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, aprovecharía ese tiempo lo más que pudiera. Posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo.

Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.

Dormiría poco, soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz.

Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen.

Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando descubierto, no solamente mi cuerpo, sino mi alma.

A los hombres les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.

A un niño le daría alas, pero le dejaría que él solo aprendiese a volar.

A los viejos les enseñaría que la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido.

Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres… He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña, sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada.

He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado por siempre.

He aprendido que un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse.

Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero realmente de mucho no habrá de servir, porque cuando me guarden dentro de esa maleta, infelizmente me estaré muriendo.

Trata de decir siempre lo que sientes y haz siempre lo que piensas en lo más profundo de tu corazón.

Si supiera que hoy fuera la última vez que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría al Señor para poder ser el guardián de tu alma.

Si supiera que estos son los últimos minutos que te veo, te diría “Te Quiero” y no asumiría, tontamente, que ya lo sabes.

Siempre hay un mañana y la vida nos da siempre otra oportunidad para hacer las cosas bien, pero por si me equivoco y hoy es todo lo que nos queda, me gustaría decirte cuanto te quiero, que nunca te olvidaré.

El mañana no lo está asegurado a nadie, joven o viejo. Hoy puede ser la última vez que veas a los que amas. Por eso no esperes más, hazlo hoy, ya que si mañana nunca llega, seguramente lamentaras el día que no tomaste tiempo para una sonrisa, un abrazo un beso y que estuviste muy ocupado para concederles un último deseo.

Mantén a los que amas cerca de ti, diles al oído lo mucho que los necesitas, quiérelos y trátalos bien, toma tiempo para decirles, “lo siento” “perdóname”, “por favor”, “gracias” y todas las palabras de amor que conoces.

Nadie te recordará por tus nobles pensamientos secretos. Pide al Señor la fuerza y sabiduría para expresarlos.

Finalmente, demuestra a tus amigos y seres queridos cuanto te importan".

lunes, 10 de octubre de 2016

Poema sobre la vejez, de José Saramago


¿Qué cuántos años tengo?
¡Qué importa eso!
¡Tengo la edad que quiero y siento!
La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.
Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o lo desconocido...
Pues tengo la experiencia de los años vividos
y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo!
¡No quiero pensar en ello!
Pues unos dicen que ya soy viejo,
y otros "que estoy en el apogeo".
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice,
sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso,
para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos,
rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: ¡Estás muy joven, no lo lograrás!...
¡Estás muy viejo, ya no podrás!...
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma,
pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños
se empiezan a acariciar con los dedos,
las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor
a veces es una loca llamarada,
ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
y otras... es un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo?
No necesito marcarlos con un número,
pues mis anhelos alcanzados,
mis triunfos obtenidos,
las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones truncadas...
¡Valen mucho más que eso!
¡Qué importa si cumplo cincuenta, sesenta o más!
Pues lo que importa: ¡es la edad que siento!
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero,
pues llevo conmigo la experiencia adquirida
y la fuerza de mis anhelos
¿Qué cuántos años tengo?
¡Eso!... ¿A quién le importa?
Tengo los años necesarios para perder ya el miedo
y hacer lo que quiero y siento!!
Qué importa cuántos años tengo.
o cuántos espero, si con los años que tengo,
¡¡aprendí a querer lo necesario y a tomar solo lo bueno!!

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Aquí estoy yo, Luis Fonsi


Aquí estoy yo para hacerte reír una vez más
Confía en mí, deja tus miedos atrás y ya te verás
Aquí estoy yo con un beso quemándome los labios
Es para ti, puede tu vida cambiar, déjame entrar
Le pido al sol que una estrella azul
Viaje hasta a ti y te enamore su luz

Aquí estoy yo, abriéndote mi corazón
Llenando tu falta de amor, cerrándole el paso al dolor
No temas, yo te cuidaré, solo acéptame.

Aquí estoy para darte mi fuerza y mi aliento
y ayudarte a pintar mariposas en la oscuridad, serán de verdad.
Quiero ser yo el que despierte en ti un nuevo sentimiento
y te enseñe a creer y entregarte otra vez sin medir los abrazos quedes.
Le pido a Dios, un toque de inspiración
Para decir lo que tú esperas oír de mí.

Aquí estoy yo, abriéndote mi corazón
Llenando tu falta de amor, cerrándole el paso al dolor
No temas, yo te cuidaré, solo acéptame

Dame tus alas, las voy a curar
y de mi mano te invito a volar.

Aquí estoy yo
(Aquí estoy yo)
Abriéndote mi corazón
(Ay, mi corazón)
Llenando tu falta de amor
(Tu falta de amor)
Cerrándole el paso al dolor
(Al dolor)
No temas, yo te cuidaré
(Te cuidaré)
Siempre te amaré

Letra de Luis Fonsi, Claudia Brant y Gen Reuben

lunes, 19 de septiembre de 2016

Ojos de perro azul (1950), Gabriel García Márquez


     Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirarnos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes».

      La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: «Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas»; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentado antes de sentarse al espejo. Y dijo: «No sientes el frío». Y yo le dije: «A veces». Y ella me dijo: «Debes sentirlo ahora». Y entonces comprendí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad. «Ahora lo siento ―dije―. Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana». Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a girar sobre el asiento para quedar de espaldas a ella. Sin verla sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella, que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y regresar ―antes que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta― hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa, que era como otro espejo ciego, donde yo no la veía a ella ―sentada a mis espaldas―, pero imaginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. «Te veo», le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño, sin hablar. Y yo volví a decirle: «Te veo». Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. «Es imposible», dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: «Porque tienes la cara vuelta hacia la pared». Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose, y con el rostro sombreado por sus propios dedos. «Creo que me voy a enfriar ―dijo―. Esta debe ser una ciudad helada». Volvió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. «Haz algo contra eso», dije. Y ella empezó a desvestirse, pieza por pieza, empezando por arriba; por el corpiño. Le dije: «Voy a voltearme contra la pared». Ella dijo: «No. De todos modos me verás, como me viste cuando estabas de espaldas». Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por completo, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre. «Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros, como si te hubieran hecho a palos». Y antes que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador, y dijo: «A veces creo que soy metálica». Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: «A veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún museo. Tal vez por eso sientes frío». Y ella dijo: «A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve huevo y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si alguien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado». Se acercó más al velador. «Me habría gustado oírte», dije. Y ella dijo: «Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez». La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida estaba dedicada a encontrarme en la realidad, al través de esa frase identificadora. «Ojos de perro azul». Y en la calle iba diciendo en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que habría podido entenderla:

     «Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: ojos de perro azul». Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: «Ojos de perro azul». Pero los mozos le hacían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: «Ojos de perro azul». Y en los cristales empañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el índice: «Ojos de perro azul». Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber soñado conmigo. «Debe estar cerca», pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo «Siempre sueño con un hombre que me dice: “Ojos de perro azul”». Y dijo que el vendedor la había mirado a los ojos y le dijo: «En realidad, señorita, usted tiene los ojos así». Y ella le dijo: «Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo». Y el vendedor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el embaldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: «Ojos de perro azul». El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: «Señorita, usted ha manchado el embaldosado». Le entregó un trapo húmedo, diciendo: «Límpielo». Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo: «Ojos de perro azul», hasta cuando la gentes se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.

     Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. «Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte ―dije― . Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo, siempre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte». Y ella dijo: «Tú mismo las inventaste desde el primer día». Y yo le dije: «Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las recuerdo a la mañana siguiente . Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: «Si por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo».

     Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. «Me gustaría tocarte ahora», dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asándose también como ella, como sus manos: y yo sentí que me vio, en el rincón, donde seguía sentado, meciéndome en el asiento. «Nunca me habías dicho eso», dijo. «Ahora lo digo y es verdad», dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había desaparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: «No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito». Y yo le dije: «Por lo mismo que yo no podré recordar mañana las palabras». Y ella dijo, triste: «No. Es que a veces creo que eso también lo he soñado». Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo seguía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes que yo tuviera tiempo de encender el fósforo. «En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: “Ojos de perro azul” dije―. Si mañana las recordara iría a buscarte». Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. «Ojos de perro azul», suspiró, recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: «Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor». Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hubiera acercado el papel a la llama mientras yo leía: «Estoy entrando ―y ella hubiera seguido con el papelito entre el pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer ― ...en calor», antes que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza. «Así es mejor ―dije―. A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador».

     Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera una cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las cosas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la madrugada.

     Ahora, junto al velador, me estaba mirando. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pregunté por primera vez: «¿Quién es usted?». Y ella me dijo: «No lo recuerdo». Yo le dije: «Pero creo que nos hemos visto antes». Y ella dijo, indiferente: «Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto». Y yo le dije: «Eso es. Ya empiezo a recordarlo». Y ella dijo: «Qué curioso. Es cierto que nos hemos encontrado en otros sueños».

     Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. «Me gustaría tocarte», volvía a decir. Y ella dijo: «Lo echarías todo a perder ―volvió a decir, antes que yo pudiera tocarla―. Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo». Pero yo insistí: «No importa». Y ella dijo: «Si diéramos vuelta a la almohada, volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvidado». Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas: «Cuando despierto a medianoche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: “Ojos de perro azul”».

     Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. «Ya está amaneciendo ―dije sin mirarla―. Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato». Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invariable: «No abras esa puerta ―dijo―. El corredor está lleno de sueños difíciles». Y yo le dije: «Cómo lo sabes?». Y ella me dijo: «Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón». Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: «Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo». Y ella, un poco lejana ya, me dijo: «Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo». Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: «Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad». Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: «De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar».

     Afuera el viento aleteó un instante, se quedó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. «Mañana te reconoceré por eso ―dije―. Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las paredes: “Ojos de perro azul”». Y ella, con una sonrisa triste ―que era ya una sonrisa de entrega a lo imposible, a lo inalcanzable―, dijo: «Sin embargo no recordarás nada durante el día». Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: «Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado».